“Quien los recibe a ustedes, me recibe a mí; y quien me recibe a mí, recibe al que me ha enviado” (Mt 10, 40)
Johan Pacheco
Vatican News
La recompensa por el bien que hacemos viene del cielo, es una gracia del amor verdadero de Dios y reflejada en el mismo gesto de caridad que un cristiano hace por el prójimo. El Evangelio (Mt 10, 34–11, 1) muestra esta promesa del Señor: “Quién dé, aunque no sea más que un vaso de agua fría a uno de estos pequeños, por ser discípulo mío, yo les aseguro que no perderá su recompensa”.
En el Evangelio también encontramos la petición de Jesús a sus discípulos de colocar en un grado superior el amor a Él y la respuesta a su llamada antes que, a cualquier otro afecto, incluso el familiar. Esta condición es primordial para tomar la cruz de Cristo y seguirlo: “el que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí”.
Colocar el corazón en Dios ayuda a purificar el amor humano mediante su amor divino, para que lo demos al prójimo: familia, amigos, comunidad. El Papa Francisco comentaba en una reflexión que cuando “el amor a los padres y a los hijos está animado y purificado por el amor del Señor, entonces se hace plenamente fecundo y produce frutos de bien en la propia familia y mucho más allá de ella”.
Ese más allá se extiende a la generosidad de la vida cristiana, en las acciones realizadas no por filantropía, sino por identidad de vida cristiana, y que son recompensadas con las alegrías eternas del cielo: “La generosa gratitud de Dios Padre tiene en cuenta hasta el más pequeño gesto de amor y de servicio prestado a nuestros hermanos”, decía también el Papa en esa meditación del Ángelus del 28 de junio de 2022.
Hoy en un mundo que requiere la paz y testigos comprometidos en la construcción de la misma, los bautizados tenemos la tarea de colocar nuestro corazón en el Señor para que purificado por su gracia demos sin medida y, tomando la cruz para seguir al Señor seamos correspondidos con su amor.
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