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30 de Mayo 2024.

Saludos protocolares.

Agradezco a nuestro Arzobispo, Su excelencia Reverendísima Mons. Francisco Ozoria Acosta, la oportunidad de compartir con ustedes esta breve reflexión en este día memorable de Corpus Christi y que he titulado:

 

La Eucaristía,  presencia real y fuente de fraternidad que nos sana

Con frecuencia tendemos a pensar que la presencia real de Cristo la encontramos sólo en el pan y el vino consagrados, pero en realidad su presencia reviste otras formas:

 

  1. a) Jesús está presente en la asamblea. Lo que define esta presencia es, en primer lugar, nuestro bautismo, por el cual  hemos sido constituidos templos del Espíritu santo, pueblo sacerdotal capaz  de ofrecer a Dios el culto como le es debido. Por otra parte, tenemos la seguridad, la certeza de su presencia, porque él mismo lo prometió cunado dijo:  “Donde dos o tres se reúnen en mi nombre, yo estoy allí en medio de ellos”. (Mt. 20, 18).
  1. b) Jesús está presente en su Palabra. “No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de a boca de Dios”. Sus palabras confortan, alientan, fortalecen, iluminan y hacen arder el corazón reavivando la esperanza, pero también, sus palabras, corrigen, reprenden, enseñan, exhortan. Hermanos, ante tantas palabras vanas, vacías, altaneras, temerarias, obscenas, hirientes, e infamantes, hemos de hacer silencio ante la Palabra, escucharla, acogerla con veneración, a fin de dejarnos purificar por el fuego de su amor, y ya purificados anunciarla y proclamarla con la voz y con la vida. Así lo hizo el pueblo de Israel en aquella asamblea litúrgica, cuando Moisés les refirió todo lo que él Señor le había comunicado, el pueblo respondió a una sola voz: “Cumpliremos todas las palabras que ha dicho el Señor”. Cumplir la palabra del Señor, es la prueba de que realmente le amamos, de que hemos hecho alianza con él, de que somos sus amigos, por ello sólo después de esta respuesta es legítimo dar el paso a la aspersión con la sangre del cordero y al sacrificio de comunión.
  1. C) Jesús está presente en el ministro. El sacerdote a pesar de ser creatura, de su pequeñez y debilidad, ha sido elegido, formado y configurado con Cristo, para santificar a su pueblo mediante los sacramentos. De tal modo que en cada Eucaristía, es Cristo quien preside, sólo por ello el sacerdote puede decir: “Esto es mi cuerpo”, “esta es mi sangre”,  o “yo te absuelvo de tus pecados” y realizar efectivamente lo que dice, pues estas son potestades exclusivas de Dios que ningún hombre se puede arrogar por más santo que sea. De ahí la profundad de las palabras del Santo Cura de Ars cuando afirma: «Si se comprendiese bien al sacerdote en la tierra se moriría no de pavor sino de amor».

Hermanos sacerdotes, qué gran responsabilidad ha puesto el Señor en nuestros hombros, con cuanta humildad, solicitud y respeto reverencial hemos de celebrar la la Santa Eucaristía. También nuestro amado pueblo fiel no debe olvida orar, hacer penitencia y apoyar  para que vivamos santamente nuestro ministerio sacerdotal.

 

  1. d) Jesús está presente de forma eminente en la hostia consagrada. En el pan eucarísticos recibimos y adoramos al mismo Jesús en Persona, en todo su ser: cuerpo y sangre, alma y divinidad. Es un misterio al que sólo podemos aproximarnos un poco a la luz de la fe.

Ante los que niegan, rechazan o consideran la Eucaristía como un simple recuerdo simbólico, es preciso recordar lo que el mismo Señor ha dicho: “Les aseguro, si no comen la carne y no beben la sangre del Hijo del hombre, no tendrán vida en ustedes”. (Jn 6, 53) No dice si no comen pan y beben vino, sino mi carne y mi sangre. Es tan real su presencia, que recibirlo de manera indigna implica la propia condenación. Nadie se condena por comer un trozo de pan o beber un sorbo de vino. Por tanto, con cuanta reverencia y buena disposición interior y exterior hemos de recibir al Señor. Digo exterior, porque a veces la forma de vestir, el silencio y el recogimiento que amerita la celebración eucarística, no son los más adecuados.

 

Por supuesto, las palabras de Jesús no admiten medias tintas, su lenguaje es  duro, en su tiempo, en su tiempo no fue distinto, nos dice el evangelista Juan, que muchos le abandonaron, lo que le llevó a cuestionar a sus amigos más íntimos, es entonces cuando Pedro, emblema de la fe y cabeza de la Iglesia, responde en nombre de todos: “Señor a quién iremos, tú tienes palabras de vida eterna”. Por ello, desde el principio, la Iglesia ha obedecido a aquel mandato que nos dio el jueves santo: “Hagan esto en memoria mía”  de tal forma que la Eucaristía, ha sido el sacramento fundamental y originario que la Iglesia ha celebrado desde sus mismos orígenes, con toda razón  ha dicho San Juan Pablo II: “La Eucaristía hace la Iglesia y la Iglesia hace la Eucaristía”.

 

Hasta ahora hermanos, solo nos hemos detenido en la presencia real de Cristo en todo el conjunto de la celebración eucarística, subrayando su presencia por antonomasia en la hostia consagrada. Demos un paso más adelante en nuestra reflexión y veamos ahora la eucaristía como fuente de fraternidad que nos sana.

 

Partamos de un principio, Dios es amor, toda la historia de la salvación no es otra cosa que la manifestación de  este misterio insondable e incomprensible de amor que crea, gobierna, redime, sana y salva. Dios no puede más que amar, su omnipotencia consiste en amar.

 

La persona humana, como imagen y semejanza suya, solo encuentra realización plena si vive en el amor. Este amor ha de dirigirise, en primer lugar a Dios. En este mismo sentido, nos dice el Papa Benedicto XV: “El hombre es incapaz de darse la vida a sí mismo, solo se comprende a partir de Dios: Es la relación con Él lo que da consistencia a nuestra humanidad y lo que hace buena y justa nuestra vida. En el Padrenuestro pedimos que sea santificado su nombre, que venga su reino, que se cumpla su voluntad. Es ante todo el primado de Dios lo que debemos recuperar en nuestro mundo y en nuestra vida, porque es este primado lo que nos permite reencontrar la verdad de lo que somos, y en el conocimiento y seguimiento de la voluntad de Dios donde encontramos nuestro verdadero bien”.[1]

 

Pero podríamos preguntarnos ¿a dónde acudir para renovar este primado tan saludable? Sin duda, a la Eucaristía, en ningún otro lugar está tan cercano, así lo entona la canción: “tan cerca de mí, tan cerca de mí que hasta lo puedo tocar”.  Pero su cercanía es mucho más profunda que el simple tocar, él se hace un solo cuerpo y un solo espíritu con todo el que lo recibe dignamente, se hace tan cercano que se convierte en nuestro alimento, en pan que da la vida que no acaba.

 

Ahora bien, en la eucaristía, Jesús se entrega, se dona así mismo. Este donarse de Jesús tiene unas consecuencias en todo el que le recibe, puesto  que le impulsa y compromete a hacerlo presente, en la familia, en el barrio, en la calle, en la comunidad en la oficina, en el consultorio, en todos los ambientes en que nos movemos. Al respecto, sigue diciendo el Papa Benedicto XVI: “Una espiritualidad eucarística es, pues, un auténtico antídoto contra el individualismo y el egoísmo que a menudo caracterizan la vida cotidiana y lleva a redescubrirnos en la gratuidad, de la centralidad de las relaciones, a partir de la familia, prestando particular atención a aliviar las heridas de las desintegradas”.[2]

 

Esta cercanía que sana el mundo ha de ser más solícita con los más pobres y marginados, los privados de libertad y los enfermos, dejarlos a su suerte, teniendo la posibilidad de socorrerlos constituye un pecado grave de omisión que nos hace indignos de recibir al Señor.

 

Así lo expresa una canción, inspirada en la parábola del juicio final que narra Mateo 25, y que hoy no suena mucho, pero que un gran número de los presentes y los que nos siguen por los medios, conocen

 

No soy digno de ti, Señor…

Si yo no cubro al desnudo,

si al que sufre no consuelo,
si al que peca lo repudio
y al hambriento no alimento.

La caridad fraterna y el compartir eran tan esencial en la primitiva comunidad Cristiana que, para el apóstol Pablo, la celebración sin espíritu de fraternidad y comunión no era una comida digna del Señor (1 Co 11,20).

De igual modo, los Padres de la Iglesia insistieron mucho en esta edificación de la comunidad y en la dimensión social de la Eucaristía. En este sentido, afirma San Juan Crisóstomo: “¿Tú quieres honrar al cuerpo de Cristo? No lo desprecies cuando lo veas desnudo. No le rindas honores aquí, en la iglesia, con tejidos de seda mientras lo dejas padecer frío y falta de vestidos. Porque el que dijo: Este es mi cuerpo, y quien lo realizó diciéndolo fue el que también dijo: Me visteis con hambre y no me disteis de comer.”[3]

 

Lo que destruye nuestra esencia, nuestra identidad más profunda es la no comunión con Dios. De ahí ha nacido el individualismo que a su vez ha engendrado el liberalismo en todas sus formas: de relativismo ético, idolatría del poder, del mercado y el consumismo voraz que engendra pobreza y miseria, mientras de paso destruye la propia casa común en aras de la irracionalidad del acumular a cualquier precio.

 

Hoy la República Dominicana se enorgullece de presentar al mundo una economía con un crecimiento económico galopante, ubicada entre las más pujantes de la región. Ahora bien, la gran realidad es que sólo un 10 % de la población capta  y exhibe esas bonanzas, de ahí el exuberante lujo de unos pocos y la pobreza de la gran mayoría hasta rozar la miseria en muchas familias.

 

Para superar esta situación, pienso que convendría prestar atención a lo que nos dice el Papa Francisco en su encíclica  Fratelli Tutti, en la que nos invita a superar con la caridad fraterna,  un mundo de  socios, que se unen solo por intereses comunes, buscando  el propio interés y estatus social, en el que la palabra “prójimo” no tiene ningún significado,  y es reemplazada por otra más utilitarista y mundana: “socio”. Se trata de un modo de organización  que parte de una antropología reduccionista que concibe al ser humano solo como individuo, no en su integralidad de individuo y persona.

 

Aunque a muchos les resulte extraño, también la política entra en el campo amplio de la fraternidad. Es cierto que hoy está en descrédito, así lo evidencia el gran porcentaje de abstención en las últimas elecciones: las razones las conocemos: histórica corrupción administrativa, compra de botos, falta altos ideales y transfuguismo, ambición de poder, ineficiencia de algunos políticos, ideologías de turno. Ahora bien, como sostiene el Papa Francisco en el documento ya citado: “¿puede funcionar el mundo sin política? ¿Puede haber un camino eficaz hacia la fraternidad universal y la paz social sin una buena política?”[4] En este sentido, nos llama a asumir nuestra responsabilidad cuando dice: “Una vez más convoco a rehabilitar la política, que «es una altísima vocación, es una de las formas más preciosas de la caridad, porque busca el bien común»[5]

 

Por otra parte, ya para ir finalizando, confiamos  y oramos para que la necesaria reforma fiscal, que ya ha sido anunciada, contribuya no a favorecer a los que más tienen, ni a los grupos de influencia y poder, sino a los más pobres. Esperamos que contribuya a una más justa distribución de las riquezas integrando una mejora sustancial en los salarios y el sistema de seguridad social y salud.

 

Aunque es necesaria la asistencia social, no aspiramos a continuar fomentando un Estado asistencialista, abogamos por  una patria donde haya justicia social, porque solo ella garantiza la paz y el bienestar para todos.

 

En conclusión, queremos una nación donde haya igualdad y libertad, pero no desde el individualismo, sino desde la fraternidad, es decir, el reconocimiento de un padre común, en y por el que todos somos hermanos.

 

Como Iglesia, nuestra misión es construir  y fomentar la comunión con Dios y con nuestros hermanos, el lugar más apto, donde se realiza y acrisola esta comunión es la Eucaristía, por eso decimos, “Señor danos siempre de este pan”

 

Que el Señor les bendiga.

 

Mons. José Amable Durán

Obispo Auxiliar de Santo Domingo

 

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